Son trazos, miradas, sentimientos… Una forma expresionista de entender el retrato que ahora podrás disfrutar en Sala Recoletos de la Fundación Mapfre en una exposición que recoge la obra del famoso pintor ruso Alexei Von Jawlensky.
En 1938, en una carta dirigida a su amigo el monje Willibrord Verkade, Alexéi von Jawlensky (Torzhok, imperio ruso, 1864 – Wiesbaden, Alemania, 1941), escribía: «Sentía la necesidad de encontrar una forma para la cara, porque había comprendido que la gran pintura solo era posible teniendo un sentimiento religioso, y eso no podía plasmarlo más que con el rostro humano. Entendí que el artista tiene que expresar, a través de formas y colores, lo que de divino hay en él. Por eso una obra de arte es Dios visible y el arte es ansia de Dios».
En este sentido, la obra del pintor ruso, que aborda principalmente temas como naturalezas muertas, paisajes y retratos, acabará teniendo como asunto central el rostro humano. Su producción se despliega en series y regresos casi obsesivos, en un deseo de conciliar las impresiones del mundo exterior con la emoción subjetiva y la búsqueda de trascendencia. Y, a pesar de que ese proceso le hace caminar hacia la abstracción, el artista se resiste a eliminar de sus obras lo figurativo, pues es la cara —que dejará paulatina pero radicalmente de corresponder al retrato–, el motivo en el que hará su exploración creativa fundamental.
Para Jawlensky, la búsqueda de la espiritualidad a través del arte tiene relación, por un lado, con la tradición de los iconos religiosos del pueblo ruso ortodoxo, para el cual estos constituyen una abstracción de la divinidad. Por otro, está asociada con dos episodios que fueron para él claves en su consagración al arte, tal y como narra en sus memorias. El primero se basa en la honda impresión que le provocó la visión de un icono de la Virgen en una iglesia polaca que visitó con su madre siendo niño. El segundo se refiere a su primer contacto con la pintura en una exposición celebrada en Moscú en 1880: «Era la primera vez en mi vida que veía cuadros y fui tocado por la gracia, como el apóstol Pablo en el momento de su conversión. Mi vida se vio por ello enteramente transformada. Desde ese día, el arte ha sido mi única pasión, mi sanctasanctórum, y me he dedicado a él en cuerpo y alma».
En 1889, Jawlensky ingresa en la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo y pasa a ser alumno de Iliá Repin, reconocido pintor realista. Tras abandonar definitivamente la carrera militar que había iniciado guiado por su padre, se traslada a Múnich en 1896, junto con Ígor Grabar, Dimitri Kardovski y Marianne von Werefkin. Con esta última comienza una relación sentimental, de amistad y complicidad artística que se mantendrá hasta 1921. En la ciudad alemana se relaciona con Vasili Kandinski o Alexandr Sájarov, entre otros. Viaja a París en 1905, donde expone en el Salón de Otoño y conoce a Henri Matisse, cuyo uso ornamental del color le causará una profunda impresión.
Son años en los que su obra muestra un estilo deudor del postimpresionismo de Cézanne, Van Gogh y Gauguin, estilo que derivará poco a poco en un empleo del color cada vez más intenso y autónomo, influido en cierta medida por el fovismo. A partir de 1908 pasa varios veranos en Murnau, en la Alta Baviera, junto a Kandinski, Gabriele Münter y Werefkin. Su contribución al expresionismo alemán en esa época se concreta con su participación en la fundación en 1909 de la Nueva Asociación de Artistas de Múnich y con su papel en el grupo Der Blaue Reiter [El Jinete Azul], surgido en 1911.
Obligado a refugiarse en Suiza durante la Primera Guerra Mundial, el pintor fija su atención en una misma escena; se trata de las Variaciones —también llamadas por él mismo «Canciones sin palabras»—, que representan, una y otra vez, el paisaje que contempla desde la ventana de su estudio en Saint-Prex, a orillas del lago Lemán. Jawlensky inicia así la serialidad en su obra y cuestiona, a través del formato vertical de estas pinturas, la horizontalidad que tradicionalmente se había otorgado al género.
Pero es el retrato, como ya se ha señalado, y, más propiamente, la indagación sobre las facciones humanas hasta alcanzar sus líneas esenciales lo que de manera definitiva personaliza su producción pictórica. En un recorrido que va desde las llamadas «cabezas de preguerra», pasando por las Cabezas místicas y los Rostros del Salvador, hasta las Cabezas geométricas o abstractas, y que acaba en su última serie, las Meditaciones, el artista realiza una progresiva simplificación y esencialización de los rasgos por la cual va excluyendo cualquier carácter psicológico o expresivo adscrito a una identidad individual. Inicialmente este proceso se opera en la media figura, luego en el primer plano, hasta llegar a reducir el rostro al óvalo y, por último, a la cruz, en una constante tensión entre la plasmación del individuo y la reducción de este a un arquetipo. Una tensión que cuenta con el color como elemento decisivo en la creación de las relaciones armónicas o disonantes entre los elementos.
La exposición Jawlensky. El paisaje del rostro, con una selección de más de un centenar de obras, ofrece un amplio recorrido por la trayectoria de este pionero de la autonomía de la pintura, al tiempo que establece puntualmente un diálogo con piezas de distintos artistas con los que compartió inquietudes e intereses, entre ellos los franceses Pierre Girieud, Henri-Edmond Cross, André Derain o Henri Matisse, durante su período postimpresionista y fovista; las pintoras Marianne von Werefkin y Gabriele Münter, en su acercamiento al expresionismo, y Sonia Delaunay, a quien le une el uso vibrante del color.
Fundación MAPFRE. Paseo de Recoletos, 23 (Madrid).
Del 11 de febrero al 9 de mayo de 2021.
Entrada: 5 € (gratuita en lunes, no festivos).